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La edición frente a la lógica de la abundancia

Long hallway in a library

En economía un principio básico es el concepto de escasez. Obviamente hace referencia a los bienes disponibles frente a la demanda de los mismos. La diferencia entre un producto disponible y la gente que quiere adquirirlo es lo que determina si hay escasez o su contrario, abundancia; y esto correlaciona directamente con el precio, si un producto es escaso lo lógico es que se pueda maximizar el precio.

Hasta hace muy pocos años toda la industria editorial se ha basado en este sencillo principio económico. La industria detentaba el control del producto a poner en el mercado, la tecnología capaz de producirlo, el precio de salida al mercado, el formato de lanzamiento del producto, el control de los canales de distribución, e incluso el control de la audiencia y la prescripción sobre el producto. Sin embargo, en la actualidad nos encontramos con un cambio radical, básicamente a raíz de la eclosión de tecnologías informacionales y el desarrollo y penetración exponencial de Internet, lo que está conllevando la entrada en una era que podemos definir como “la era de la hiperabundancia de contenidos”, con un porcentaje enorme de producto gratuito, que será mucho más evidente en los próximos años. Si como muchos analistas afirman Internet multiplicará por cinco el contenido disponible (sobre todo gratuito) cada tres o cuatro años, la industria editorial tal y como la conocemos ahora tendrá un serio y grave problema si no es capaz de entender el nuevo ecosistema que parece dibujarse. Esta exuberancia que Internet facilita a nivel digital supone una seria desventaja para la industria analógica del libro.

Una sobreproducción impuesta por la industria editorial, pensemos que en España se editaron en 2015 más de 73.000 títulos, y en América Latina más de 200.000, una sobreoferta muy por encima de la demanda real, si añadimos el contenido digital en abierto generado por licencias copyleft, creative commons, Open access, autopublicados de precios ínfimos, etc., lleva a pensar que la industria editorial está obligada a revisar algunos de sus preceptos económicos y también muchos de sus fundamentos teóricos. No me refiero aquí a la guerra de precios, que a mi juicio está perdida, sino a la guerra de márgenes. La viabilidad de la edición deberá ser repensada en varios de los eslabones de su cadena de valor.

Esta lógica económica de la abundancia, en el caso del digital, e incluso del papel, en la que el coste marginal tiende a cero, lleva a pensar en una igualación con el precio final del producto, es decir, el precio puede llegar a equivaler al coste marginal. De aquí que se impongan diversas maneras de agrupación para las editoriales independientes, que necesitan tamaño y tener más peso y volumen. Todas las economías de escala funcionan con costes marginales muy pequeños, si una empresa es grande le resultará muy barato ser mucho más grande.

Todo esto lleva a una consideración fundamental, ¿de dónde extraer el beneficio?, ¿qué margen operativo se necesita?, ¿por qué un usuario pagará por un contenido? Cuando la inversión crece, pues no es posible seguir ajustando costes editoriales, y la rentabilidad mengua, podemos abiertamente hablar de una comoditización del libro. La dilución de los costes fijos en un aumento de la tirada ha podido servir en épocas pasadas, y para la industria analógica, pero no podrá ser la divisa a emplear por la edición en el futuro. Pasar de la “tirada” al concepto de “prototipo” supone pensar la edición de otra manera. Pensar la edición como una empresa de servicios y no de productos lleva a pensar en términos de generación de comunidades y en dejar libremente “probar” el producto, como así ocurre con multitud de productos y servicios en la actualidad, es decir, probar antes de pagar.

Generar negocio a partir de una enorme sobreabundancia supone que la industria editorial reconfigure su papel en esa nueva tectónica de placas y asuma que todo mercado que evoluciona a digital será siempre mucho más pequeño en volumen comercial, con una fuerte tendencia a la deflación en precios y márgenes. Cuando observamos que uno puede estar suscrito a Netflix pagando mensualmente una cantidad inferior al precio de un libro, hay que concluir que la edición necesita nuevos preceptos en los que apoyarse. La promiscuidad de los usuarios respecto a la oferta de ocio es hoy un imperativo, lo que conlleva que la edición tenga que ser repensada desde una óptica esencialmente comunicativa. Sin atención no hay negocio, si se quiere vender hay que captar atención y “experienciar” el producto.

La digitalización, en todos los ámbitos del ocio y la educación, y por supuesto en la propia economía, ha llegado para quedarse. Repensar la producción, distribución y circulación es importante, pero lo decisivo será repensar el consumo, es decir, la propuesta de valor que sostenga una industria y sus canales de comercialización.

El cambio radical que están sufriendo los hábitos de consumo de contenidos, con un parámetro ciertamente crítico, como es el de la movilidad (teléfonos inteligentes, tabletas, etc.), lleva a la consideración de que el problema del libro no está en el contenido sino en el formato. Hay ya numerosos contenidos que los usuarios demandan como multiformato, luego la edición está obligada a enfrentar estas nuevas demandas con nuevas soluciones. Portabilidad, movilidad y multiformato son claves para entender los cambios.

Abandonar y desterrar la visión pesimista sobre el futuro de la industria supone dar por cerrado el debate papel versus digital. Estamos en un mundo dual y la integración es la clave. El hecho de que el futuro presente nubarrones, de ningún modo quiere decir que la edición no sea capaz de encontrar una nueva posición competitiva en este nuevo escenario. Muy probablemente deberemos reflexionar acerca de una nueva teoría de la edición. En estos tiempos convulsos y confusos, el capital simbólico que el libro todavía atesora, como paradigma cultural, puede ser el hilo conductor para construir una nueva teoría de la edición.

La certeza de que solo existirá el futuro que inventemos parece evidente, las reglas han cambiado y ninguno de nosotros tiene las respuestas. La certeza de lo inevitable no debería eximir de ponerse en “modo reset”. La industria tiene la palabra, pero necesita aliados y consensos, en este sentido el apoyo de los poderes públicos con políticas públicas culturales de medio y largo alcance son importantes. Por tanto, ni épica de lo analógico, ni lírica de lo digital.