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A propósito de la relación con las palabras

Autor
Antonio Ventura
Fecha
3 octubre, 2018

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Recuerdo perfectamente, como si hubiera sido ayer, la lectura de una de las obras de Célestin Freinet, uno los pedagogos que más me influyeron en mis primeros años de docencia, allá a finales de los años setenta.

Nadie en la Escuela de Magisterio me había hablado de este hombre; bueno, tampoco de otras tantas figuras fundamentales de la historia de la educación. El caso es que en la Navidad de 1978 un amigo me regaló un libro, que fue entonces para mí revelador: El método natural de lectura, de la editorial Laia.

Al inicio de la obra, Freinet comenta —cito de memoria— que, si a una madre alguien le preguntara con qué método había aprendido a hablar su hijo, esta se sorprendería de la pregunta y respondería algo así como: “pues, de un modo natural”. Bien, concluye él, pues de igual modo podemos responder ante la pregunta de cómo ha aprendido un niño a leer.

Durante años, contemplé su teoría con sorpresa y escepticismo; aun así, trasladé a mi práctica docente algunas de sus propuestas pedagógicas. Bien es cierto que durante años, mi trabajo directo como docente lo realicé con alumnos de edades ajenas a este proceso que se verifica en la primera infancia. Mis alumnos, para bien y para mal, ya eran o no lectores competentes.

Pero siempre que tenía una oportunidad de acercarme a esas edades en las que el mundo aún está por descubrirse en toda su dimensión y los receptores sensoriales permanecen todavía abiertos, como dice Bruno Munari, invertía mi tiempo en una observación detenida, con la intención de verificar si la afirmación de Freinet era acertada.

Algo que de manera paulatina fui descubriendo en mi modesto trabajo de campo, fuera quienes fuesen los niños que observaba, las muy diferentes condiciones en las que vivían y las muy dispares situaciones económicas y culturales de sus familias, era la predisposición que en general todos mostraban hacia dos formas de lenguaje: el rimado o poético y aquel que viene caracterizado como el relato de algún acontecimiento; esa forma de narrar en la que, da igual lo que se cuente, el emisor utiliza unos ritmos de entonación análogos a los que caracterizan el cuento maravilloso.

Dice Carmen Martín Gaite, para mí, en uno de sus mejores libros, El cuento de nunca acabar, que parecería que el oído del niño, incluso desde antes de hablar, estuviera predispuesto a la escucha de ese ritmo del lenguaje en el que se narra un suceso, frente a otros discursos que  contienen órdenes o mandatos. Algo así como que a los pequeños les resultara placentero y por tanto prestaran atención a aquellos discursos orales que vieran definidos por esa cadencia que produce la presencia de palabras como “luego” o “entonces” o “después”. De igual modo que se muestran atentos a las palabras rimadas o en verso. Cuenta la anécdota de que cuando iba a la casa familiar una de sus tías, ella y su hermana se escondían a escuchar la conversación que mantenía con la madre y  jugaban a adivinar cuántas veces decían la palabra “entonces”.

Sí, la palabra “entonces” es la clave del arco en el “sonido” del cuento tradicional, la palabra a la que se ancla toda la historia y que mantiene la atención del pequeño, aunque a duras penas sea capaz de desentrañar la peripecia que contiene ese relato oral.

De igual modo que la atención del niño, ya en su estadio preverbal, se activa ante el juego verbal rimado, la retahíla o cualquier enumeración poética.

Recuerdo la pasión que me producía, aunque ignoraba el significado de aquellas palabras, cuando una de las tías de mi padre, con las que conviví en mi primera infancia, y sentado en sus rodillas escuchaba, mientras ella movía una mano en un sentido y en otro:

Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos

detrás de la escoba.

La misma que he percibido en los ojos de los niños de tres o cuatro años a los que semanalmente durante un curso escolar iba a  contarles un cuento a su clase, y esperaban mi llegada como algo diferente al resto de los días, pero no por mi especial habilidad en contar, no; cualquiera habría concitado la misma expectación. Con mi llegada y mis palabras y, a veces, un libro álbum como apoyo, se escenificaba el tiempo de la ficción. Un tiempo y, por extensión, un espacio que les eran ajenos, pero que les fascinaban. Sentían, sin saber que lo sentían, que en esos momentos un osito podía hablar con una niña, como sucede, por ejemplo, en Los amigos de Osito, de Else Holmelund Minarik o, más tarde, como lo hacen los leones en Las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis.

Un anticipo de lo que será la práctica de la lectura cuando esos niños y niñas, si por un benéfico azar llegan a ser lectores, les suceda al ingresar en el espacio de la ficción y, así, clausurar su tiempo cronológico para ingresar en otro que, aún siéndoles ajeno, les fascinará de tal modo que serán capaces de “creerse” esa mentira que un escritor les está contando y que, sin saber por qué, les permite clausurar momentáneamente su tiempo cotidiano para acompañar a unos personajes en su peripecia tan verdadera como si fuera real.

Y para ello, decía, para ese ingreso en el jardín secreto de las palabras, qué mejor manera que, por ejemplo, una retahíla de juego, una de las preferidas de mi infancia:

Pinto, pinto gorgorito, saca la vaca de veinticinco, en qué lugar, en Portugal, en qué calleja, la mona vieja, esconde la mano, que viene la vieja.

Palabras que apenas podrían tener un significado en la actualidad para un niño o una niña de esas edades, como para mí en mi infancia los lobitos de mi tía abuela, pero que a mí me han servido para centrar la atención de los pequeños, y sobre todo para percibir ese temblor en la mirada que tiene que ver con lo maravilloso. Con los ositos que hablan, o los perros que se escapan de casa a pesar de llevar una vida placentera, o con los duendes, incluso con las tan, en el presente, denostadas hadas y brujas.

La misma fascinación que al tiempo he percibido en niños mayores, de cinco o seis años, cuando jugando con ellos en los recreos. Hemos sorteado a quién le tocaba “ligarla”, decía yo entonces cuando era chico, dicen ellos ahora que soy su maestro, y, en vez de realizar un simple sorteo numérico, les cantaba otra retahíla de juego. Aquella de: Una, dola, tela, catola, quina, quinete, estaba la reina en su gabinete. Vino Gil, apagó el candil, candil, candilón, cuenta hasta veinte, que las veinte son: una, dos, tres… Y así hasta veinte.

Esta retahíla sería uno de los muchos ejemplos que mostrarían cómo el gusto por el lenguaje rimado o poético no procede, en la primera infancia —a veces llego a pensar que durante toda la vida—, de la comprensión del significado —si es que, acaso, lo tiene—, ni de la descodificación exacta de las palabras que constituyen el mensaje verbal. No, el gusto y el placer que generan las palabras no proceden de esa instancia. De igual modo que tampoco proceden de la comprensión total de la peripecia que encierra un cuento maravilloso, sino, tanto allí como aquí, del ritmo de la voz, de la secuencia verbal, de la repetición de determinados sonidos, de la entonación. En definitiva, de toda la ceremonia que se realiza, como si de un rito se tratase, en torno al descubrimiento del lenguaje por parte del pequeño. Una ceremonia que procede de la memoria, de los recuerdos que hemos heredado de generación en generación, y recordarlos tiene algo de homenaje emocional a los nuestros.

Ceremonias a las que van incorporándose nuevos mensajes verbales tan absurdos o crípticos como aquellos que pusieron música a la infancia de mi generación. Una infancia en blanco y negro, sin televisión, sin pantallas, en la que lo oral era el territorio por excelencia de la ficción: los cuentos de hadas, la narración de las tradiciones, los mitos religiosos y, como primera nueva tecnología, la radio.

Tuvimos, entonces y ahora, que llegar a la descodificación del lenguaje escrito para acceder a una primera relación con la ficción literaria sin la presencia o intermediación de un adulto. Así, cada uno como pudo creó su imaginario de héroes y heroínas. Galerías que poco o nada tienen que ver con aquellas que actualmente construyen nuestros pequeños, procedentes la mayoría de sus huéspedes de una ficción audiovisual que conlleva una diferente sintaxis y por ello son otros los elementos de análisis específicos y ajenos al código de las palabras.

Sucesivas descodificaciones, las precedentes y las actuales, que se han producido y operan en un espacio educativo reglado, que es la escuela, y que por ello han estado y están sujetas, permítanme decirlo así, a las modas pedagógicas, sobre las que no me manifestaré pues, aunque aparentemente parezcan próximos los diferentes métodos de aprendizaje de la lectura con el tema que nos ocupa, sus procesos y sus itinerarios son diferentes, como diferentes son los registros a través de los cuales podemos observar su evolución.