La virtud de la prudencia es necesaria para los buenos gobernantes, según enseñaban los filósofos de la Grecia antigua, principalmente Aristóteles. Y sabemos que para ejercer esa extraordinaria virtud se requiere memoria, inteligencia y visión. Conjugado, este ejercicio se apoya en la visión crítica del pasado, actúa sobre el presente y vislumbra con inteligencia el futuro. ¿Cómo se da esa conjugación en los hombres y mujeres que se dedican al libro y a la lectura?
El mundo del libro, de la lectura y de las bibliotecas pasó los últimos veinte años en continua transformación, o mejor, en incontables tentativas de ser transformado. Algunos cambios importantes se llevaron a cabo y se consolidaron como tendencia efectiva y la mayor parte de ellos pasaron como cometas en el infinito espacio sideral que circunda nuestro pequeño planeta. Lo que varios de nosotros, profesionales del libro y de la lectura, muchas veces no notamos fue hasta qué punto esas tentativas de cambiar el hacer y el distribuir de la centenaria profesión de editor, librero, bibliotecario y, por supuesto, autor/escritor, se basaron en avances tecnológicos pertinentes y otras tantas se nos presentaron por pirotecnias y técnicas de ventas propias de nuestra era de la “sociedad del espectáculo”.
Le pido al posible lector de estas líneas, profesional del sector o investigador del tema, que reflexione rápidamente sobre cuántas propuestas, proyecciones y vaticinios sobre las acciones estructurantes del sector, partiendo de las soluciones para la aparente divergencia insoluble entre el libro impreso y el libro electrónico, se emitieron por centenas de “especialistas” y no duraron siquiera un año. ¿Cuántos artículos, conferencias y mesas redondas fueron realizados en los últimos veinte años, en donde leímos o escuchamos de los más exóticos y proféticos anunciantes que debíamos adoptar sus métodos de producción y ventas, de lo contrario estaríamos destinados al fracaso profesional y al escombro de la historia de la edición, incluyendo todo el proceso autoral y de distribución, inclusive las bibliotecas?
Y en esta maratón de textos y conferencias, ¿cuántos se preocuparon y abordaron con firmeza y convicción la necesidad de que como autores, editores, publishers, distribuidores, libreros, bibliotecarios, debíamos tener como epicentro de nuestro trabajo formar incesantemente nuevos lectores, nuestro principal capital?
Estas reflexiones permanentes de mi labor profesional, que ya llega a cuatro décadas en este 2018, volvieron a la luz para este primer artículo del año, porque recordé con mucha claridad un gran congreso en el que participé en el año 2000: el 26º Congreso de la Unión Internacional de Editores, UIE/IPA. Fue presidido ejecutivamente por mi amiga y editora, en la época presidenta de la Cámara Argentina del Libro, Ana María Cabanellas, apoyada por varios liderazgos internacionales del sector, incluso editores amigos como Alfredo Weiszflog y Alejandro Katz. El Congreso, realizado entre el 1 y 4 de mayo del 2000 en Buenos Aires, fue un divisor de aguas, por lo menos para mí y muchos otros, en un debate que impactó al auditorio lleno de editores provenientes de todas partes del mundo. Todos allí, profesionales con experiencia en grandes, medianas y pequeñas editoriales, llegaban impactados por el ya iniciado proceso de concentración que marcó fuertemente la industria editorial desde finales de los años noventa, e igualmente por las noticias y proyecciones alarmantes sobre la nueva “textualidad electrónica”, para usar el excelente concepto de Roger Chartier.
Volviendo a la idea inicial de este artículo, y releyendo mis anotaciones y parte de los textos distribuidos en el Congreso, constato que también en aquellos días hubo un enfrentamiento entre la virtud de la prudencia y su ausencia. Y dado que considero que como profesionales del libro y de la lectura todavía no logramos retomar esa virtud colectivamente y la mayor parte de las veces seguimos todavía en el ritmo alucinante de los gadgets que se desboronan a la siguiente semana, comentaré aquí algunas cuestiones puntuales que fueron relevantes en el 26º Congreso y que son alertas válidas hasta hoy. Estas cuestiones serán extraídas de los diálogos de algunos conferencistas y establecen puntos de vista y posiciones que permanecen como dicotomías entre los que analizan estrategias para el desarrollo de la industria y la ampliación de los lectores y aquellos que, o buscan solamente vender sus productos o se equivocan al pensar exclusivamente en el corto plazo. Para mí, los primeros son los prudentes y los que mantendrán al libro y la lectura para las futuras generaciones.
Para empezar, entiendo que la virtud de la prudencia estuvo presente para los organizadores del 26º Congreso que llevaron al debate el enfrentamiento entre posiciones dispares, demostrando la voluntad de avanzar en los contenidos. Las “palabras de apertura” de Ana María Cabanellas, además de recordar los objetivos tradicionales de la UIE/IPA —“libre circulación de los libros; protección del derecho de autor y del editor; promoción de la lectura y libertad de publicar”— estableció el tono contemporáneo en el cual el mundo editorial hacía su encuentro: la aceleración de la globalización, las reacciones internacionales populares al modelo económico que se agotaba en aquellos años de 1990 y el lugar único del libro para el sector privado en su ambivalencia: ser una mercancía que es, antes que nada, un producto cultural. Pero fue más allá e instó a los líderes empresariales a ser el “puente” entre los gobiernos y el sector privado, para encontrar soluciones y políticas públicas que permitieran superar los obstáculos. La idea de cooperación entre el sector productivo de la industria editorial y los gobiernos interesados en el fomento a la lectura estaba en la agenda y en las bases del encuentro, de acuerdo con las directrices de una de las instituciones internacionales promotoras del Congreso, la UNESCO.
Consideré esa posibilidad de participación de la sociedad en estos programas algo fundamental, contraria al aislamiento que habíamos vivido en toda América Latina hasta mediados de los años ochenta con las dictaduras militares, centralizadoras y evidentemente excluyentes de la participación ciudadana. Los programas y planes nacionales de lectura, elaborados a partir del Año Iberoamericano de la Lectura, fomentado por el CERLALC y la OEI, a partir del 2005, comprobaron la iniciativa de los organizadores del 26º Congreso.
A pesar de las indicaciones prudentes de la UIE/IPA y de los coordinadores del congreso los conferencistas de la industria editorial, tal vez impactados por la realidad que parecía apocalíptica, no lograron avanzar y establecer posiciones estratégicas en aquel momento, o al menos yo no recuerdo y mis anotaciones así lo confirman. Esa visión le correspondió a analistas e intelectuales, lo cual comentaré más adelante, pero fue lamentable constatar que los liderazgos sabían identificar los problemas inmediatos, pero ni siquiera se acercaban a las conclusiones necesarias para entender el periodo histórico y proyectar nuevos rumbos estratégicos con serenidad para su negocio. Un buen retrato de esta situación fue la conferencia de Michael Wilens, respetado profesional y presidente en ese entonces del West Group, The Thomson Corporation (EE. UU.).
Metódicamente, Wilens enumeró todos los retos inmediatos que las editoriales enfrentaban con el nuevo escenario digital: la transformación a corto plazo de nuevos soportes de los textos y la modificación de la forma de trabajar de la industria editorial. En consecuencia, la imposición a largo plazo de modificar fundamentalmente la forma de realizar los productos editoriales. A partir de estos retos, e impactado por la memorable venta de cinco millones de ejemplares virtuales en 48 horas de un libro electrónico de Stephen King, el conferencista enumeró los hechos que marcaron y siguen afectando el hasta entonces modelo tradicional del negocio editorial: hay audiencia para el nuevo formato, pero falta infraestructura para hacerlo global; un producto virtual puede ir dirigido directamente a las redes y eso es potencialmente peligroso, pues prescinde del editor; el recálculo del precio final al consumidor es complejo y genera nuevas perspectivas para la determinación de los precios, incluso la idea de que necesita ser más barato que el libro de tapa dura; la cuestión de la piratería virtual y la facilidad de la reproducción es mucho más activa que la reprografía. Los sistemas de red también crearon las librerías virtuales, ¿tendrá el editor la tentación de vender directamente su producto eliminando las librerías? Wilens argumenta que todo esto, a mediano plazo, “debe modificar la cadena de valores de nuestro proceso (productivo y de negocios)”. Concluye haciendo una declaración de fe: “No creo que los libros, como los conocemos, desaparezcan en un futuro próximo, y podemos extenderlos a través de la tecnología del libro electrónico”. Alertando que no tiene las respuestas, agrega su temor por el futuro, porque las fuerzas destruirán y forzarán la construcción de una nueva cadena de valores y pondrán al acomodado sector en un “lugar diferente”.
Como él, todos los que hablaron por la industria editorial no presentaron respuestas o propuestas que buscaran entender lo nuevo que surgía con las novedades tecnológicas de la textualidad electrónica. En mi opinión, en la época y al día de hoy, más de una vez se veía al lector apenas como un consumidor y no como un ser humano que busca en la lectura muchos significados y necesidades. La advertencia de Ana María Cabanellas de que el libro es una mercancía, pero antes es un producto cultural, pasaba lejos de las preocupaciones de los presidentes ejecutivos de las grandes empresas editoriales. La ausencia de la virtud de la prudencia y de su ejercicio, que podría producir una estrategia innovadora, era aún más contundente porque estaba alimentada por emisarios bien entrenados de la nueva industria proveedora, los fabricantes de software y hardware, para la nueva tendencia que se afirmaba a comienzos del siglo.
En algunos momentos esa palabra de los nuevos proveedores de la industria editorial resultó grotesca. Tal vez la más explícita haya venido de la importante figura del entonces vicepresidente de eMerging Technologies de Microsoft, Dick Bras, quien sin entrar en rodeos centró su discurso en vaticinios devastadores para la industria editorial arraigada en el libro impreso. Logró impresionar a muchos y algunos ya se veían en la quiebra, vendiendo sus libros de papel para reciclaje y otros usos menos dignos, pero también inspiró buenos chistes de los más escépticos o prudentes. Entre algunas profecías, él anunciaba al año 2008 como el de la superación de la venta de los libros electrónicos y que en 2017 las bibliotecas, como las conocíamos, serían “objetos de encanto antiguo”. La realidad se mostró diferente, como lo sabemos: en el 2016, ocho años después de la profecía anunciada, la venta de libros electrónicos llegó al 25% del total de ventas de libros en los Estados Unidos y se mantiene en ese tope; en el 2017 la Biblioteca del Congreso americano, a pesar de un importante trabajo de digitalización de su colección, no descartó su fondo bibliográfico impreso y no parece tener intención de hacerlo; en el 2018, un año después de decretada la superación de las bibliotecas old fashion, se presencia la renovación del concepto de biblioteca en centenas de países, según indica la IFLA, y de políticas públicas como los Planes Nacionales de Lectura, además del éxito de bibliotecas innovadoras, como las “bibliotecas parques” colombianas, que se volvieron modelos de incontables programas internacionales. Además, existen muchos programas y acciones importantes e incluyentes de bibliotecas en centros comerciales, estaciones de tren y metro y otros lugares no convencionales como espacios de lectura que atraen a miles de personas. El mundo, a diferencia de la previsión exterminadora, está renovando sus bibliotecas. Por tratarse de un hombre inteligente, a nuestro conferencista le faltaron los atributos de la memoria y de la previsión para que pudiera estar en el lugar de los que usaron la virtud de la prudencia. O, quien sabe, la determinación de vender sus productos superó cualquier dimensión crítica al hablar a un selecto auditorio de profesionales.
Al analizar el pasado, sin correr el riesgo de no ejercer la prudencia que trabaja en el presente y vislumbra el futuro, quiero reflexionar con el lector sobre lo que persiste de esas visiones expuestas en el 2000 y lo que necesitamos cambiar aún en la gran cadena del libro y de la lectura después de estos dieciocho años, pasados desde el 26º Congreso. Y será sobre otras voces, que sí fueron prudentes en aquel Congreso, que ahora recuerdo, que buscaré construir estas reflexiones.
No tendré espacio para comentar en los límites de este primer artículo del año las posiciones que considero virtuosas y exponer mis posiciones. Completaré este artículo en dos etapas. El próximo mes comentaré los diálogos de los prudentes: Roger Chartier, Milagros del Corral y Emilia Ferreiro.