Discurso pronunciado el 26 de noviembre de 2018 en la ceremonia de entrega del Reconocimiento al Mérito Editorial, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Estudié arquitectura, lo que me hace un poco impertinente frente a lo concreto. Darle forma y espacio al mundo en el que vivimos es una de nuestras pretensiones. Imaginarlo para otros, ofrecerlo para que se habite, hoy se diría también “para que se lea”, es la manera que tenemos de actuar en el mundo. Cuando se construye una casa se hace “para siempre” —para lo que hoy significa “para siempre” o sea dependiendo de los dictados perentorios de las modas—; y estará ahí, dando buena o mala vida a las personas para quienes la hicimos, o recordándonos a diario su materialidad, su insólita presencia. Es un gran reto, una gran responsabilidad.
Tal vez, si los libros tuvieran esa posibilidad del “para siempre”, si la tuviera por obligación, digamos, el mundo del libro para niños en el que aterricé por casualidad y “para siempre” hace treinta años, ¿sería otro?
Durante los años en que he estado en este mundo del libro, siempre he imaginado otro, un mundo que no es este en el que he trabajado. O que es este mismo, pero en condiciones diferentes de estas en las que ocurre. O tal vez es otro mundo que solo está en la imaginación y no ha sucedido todavía, y tal vez no suceda…, así es el mundo de la imaginación. No sé si es incapacidad de aceptar el mundo como es o una capacidad ridícula de andar por ahí imaginando algo deseable, pero imposible.
Durante este tiempo he imaginado un mundo del libro más acorde con lo que pienso sobre el habitar. Un mundo que ofrezca posibilidades y que permita “la ocasión”, como la que propone Graciela Montes, un mundo de encuentro. Libre, pero bien construido, concreto, sólido y por eso duradero, que esté presente siempre que lo queramos traer a cuento. Siempre.
El libro, a diferencia de nosotros, podría ser “para siempre”, para eso trabajamos en el mundo del arte, para trascender, para quedarnos mientras nos vamos “para siempre”. O podríamos pensar al menos en darle oportunidad al libro para que desafíe el tiempo y su cada vez más desestimulada materialidad. Que le den oportunidad los libreros en sus abarrotados espacios; que le den oportunidad los editores, presionados constantemente por el culto a la novedad; que los maestros le den oportunidad de quedarse con ellos por un término más largo que un año escolar, y que le den oportunidad los lectores, que cada día parecen ser menos que los libros que producimos. Este mundo del “para siempre” sería un mundo ideal; un mundo en el que sería más importante la calidad que la cantidad, más importante la lectura que la dotación y más importante el acceso que la venta.
Este reconocimiento que recibo hoy y que no hacía parte de ese mundo imaginado, es nuevamente un reconocimiento a la literatura infantil y juvenil y a las redes que hemos establecido —sobre todo a partir del encuentro en esta feria—; es un paso más para aceptar la invitación a seguir “para siempre”, construyendo un mundo digno de habitar y de quedarse, un mundo sólido, hecho por seres efímeros a partir de sus sueños y debilidades, contra el cual el lobo feroz del mercado no tenga chance. Nunca.
El libro para niños, hoy aceptado en el mundo del libro con mayúsculas, es un mundo sólido, que ha influenciado a ese otro mundo de muchas maneras: descubrió hace tiempo, por ejemplo, que con la imagen podía transmitir a un grupo todavía alejado de las dificultades del texto un discurso complejo, difícil de transmitir con la palabra. Hoy, apropiándome como lo hemos hecho desde siempre, de un texto de ese otro mundo: quisiera no haber abandonado los lápices y completar este texto, como dice George Steiner, con un dibujo pues “la mano dice verdades y alegrías que la lengua es incapaz de articular”.