Hace un poco más de 20 años, la psiquiatra francesa Marie Bonnafé proclamaba en Los libros, eso es bueno para los bebés (1994) la necesidad de otorgar a los niños, incluso desde sus primeros días de vida, ‘carta de ciudadanía’ para ser partícipes de la cultura escrita. Planteaba Bonnafé que la lectura les permite a los pequeños adentrarse en el terreno de la ensoñación y de lo simbólico, y explorar las múltiples facetas del lenguaje, ese complejo artefacto que no solo sirve para designar los objetos que amueblan la cotidianidad, sino también para jugar y para dar un nombre (y, con él, una forma) a eso que habita el mundo interior.
Desde entonces, son numerosas las publicaciones en las que educadores, académicos e investigadores de varias disciplinas argumentan que, desde su más temprana edad, resulta beneficioso para los niños acceder a los libros y, particularmente, a la literatura. Además del evidente impacto positivo de la lectura en el aprendizaje, porque contribuye al desarrollo de la capacidad crítica y al afianzamiento de las habilidades lingüísticas y comunicativas, los expertos señalan la importancia de las historias y de las construcciones poéticas del lenguaje para la conformación de la propia subjetividad, puesto que a través de ellas se ponen en diálogo la experiencia individual del niño, su conocimiento de la realidad circundante y la experiencia y la voz del otro. Las rondas, arrullos y canciones aprendidos de los mayores y que se cantan de nuevo para los que apenas llegan al mundo, los cuentos leídos y releídos antes de dormir, los libros que niños y adultos reescriben o inventan a partir de las imágenes de un álbum suspenden el tiempo ordinario y todas sus limitaciones para abrir otro tiempo en el que priman la libertad, el contacto afectuoso y desinteresado, el juego y la cadencia placentera de las palabras. Son estas, también, manifestaciones determinantes para la construcción de una identidad familiar, cultural y social particulares.
Resulta a todas luces innegable que los libros, las narraciones, los cantos, rondas y poemas infantiles les ofrecen a los niños una experiencia infinitamente rica, compleja, abierta a múltiples caminos para el disfrute, para el reconocimiento de sí mismos y para encontrarse con los otros. Y, como lo ha mostrado una nutrida producción académica y científica, estas construcciones artísticas y lúdicas del lenguaje con las que los niños entran en contacto durante sus primeros años tienen un impacto positivo en todos los ámbitos de su desarrollo. Tal vez, debido a esta riqueza de la literatura infantil, y por las diversas posibilidades que abre para aprehender e interpretar el mundo, esta ha sido usada como instrumento pedagógico, o bien para vehicular ideologías, principios morales, creencias y patrones de comportamiento que se corresponden con lo que se considera beneficioso para los menores y con el imaginario social construido alrededor de la infancia, determinado, en buena medida, por una idealización de esta etapa de la vida.
Esta asociación entre la literatura, los libros infantiles y la educación se estableció desde el surgimiento mismo del género. El Orbis sensualium pictus, publicado en 1658, y que es considerado el primer libro impreso para niños, es un texto didáctico en el que las ilustraciones no son empleadas atendiendo a su dimensión estética, sino para facilitar la comprensión de los jóvenes lectores. En el mismo siglo, La Fontaine le dedicaba sus Fábulas, que son otro gran referente en la historia de la literatura infantil, al pequeño hijo del rey de Francia para que él, como todos los niños a quienes se dirigía su libro, asimilara desde muy pequeño las más complejas y severas nociones morales por medio de las amenas historias del astuto zorro y de la laboriosa hormiga. Quizá, una de las razones por las que esta obra del siglo XVII sigue siendo leída y apreciada hoy es porque las composiciones que la conforman, ricas, ambivalentes y llenas de ingenio, distan mucho de ser meras cápsulas suministradas a los niños con el único fin de ‘inocular’ en ellos un valor o enseñanza determinados.
Contra esta instrumentalización de los libros infantiles, que a lo largo de la historia se han puesto al servicio de la pedagogía y de la moral, se han manifestado reconocidos autores como Graciela Montes y María Teresa Andruetto, quienes sostienen que la pluralidad de significados y las posibilidades de comprender el mundo y lo humano que ofrece la literatura infantil resultan incompatibles con cualquier intención de transmitir una idea de forma unívoca, por lo que al supeditarse a fines puramente educativos o moralizantes, la literatura infantil, sencillamente, deja de ser literatura. Las etiquetas ‘infantil’ y ‘juvenil’, señala Andruetto, son más de carácter informativo que estético, puesto que no dan cuenta de la calidad literaria de las obras, sino de su adecuación a un determinado público a través de una serie de parámetros preestablecidos: la inocencia, la función didáctica, la diversión, el ocultamiento de los lados sombríos y problemáticos de la sociedad y de la naturaleza humana.
Entre editores, promotores de lectura, docentes y padres de familia circulan hoy muchas otras etiquetas que no solo califican los libros infantiles, sino que predeterminan la manera en que deberían ser leídos: libros infantiles para educar en valores, libros con enfoque de género, libros sobre las familias diversas, sobre el duelo, sobre el respecto a la diferencia, sobre cómo aceptar la llegada de un hermano, sobre cómo dejar el pañal…
Así, la lectura de estos textos deja de ser una experiencia libre, espontánea y abierta a la multiplicidad de sentidos, como lo es toda experiencia estética, y se convierte en el resultado de una suerte de prescripción para tratar con los niños todo tipo de temas y ‘ayudarlos’ a comprenderlos. Cuando el propósito aleccionador es el fin último con el que se lee o se escribe un texto, este se sale del terreno de lo literario para adentrarse en el del panfleto, el libro de texto escolar o el de la autoayuda.
A lo largo su vida escolar y adulta, las personas se aproximan a la lectura con los más diversos fines: informativos, académicos, para adquirir conocimientos sobre un tema de su interés o, sencillamente, como una actividad de ocio y placer. No debería ser distinto para los niños pequeños. En el acercamiento de estos a los libros no debería mediar sino la curiosidad, la imaginación y la presencia amorosa de los adultos, quienes pueden acompañarlos en esa exploración libre y lúdica (y, a veces, inquietante) de sí mismos, del otro y del mundo que la lectura hace posible. Durante los primeros años, también, leer puede ser una experiencia placentera, sin otro fin que sí misma, un espacio que brinda la libertad para abandonarse en el flujo de la ficción y de la palabra poética. Esa suspensión del aquí y del ahora para habitar momentáneamente esos otros mundos que existen solo por cuenta del lenguaje y la ensoñación debería ser, en sí, una justificación suficiente para leer con los niños.