En el Reino Unido la protección de los derechos de autor sobre las obras de Peter Pan se asemeja a la niñez de este peculiar personaje, es perpetua.
El escocés James Matthew Barrie dio vida a Peter Pan por primera vez en El pajarito blanco, una novela de ficción y fantasía que no estaba dirigida al público infantil. Tras la gran popularidad del personaje, Barrie estrenó la obra Peter Pan o el niño que no quería crecer y el libro Peter Pan y Wendy en 1904 y 1928 respectivamente.
En 1929, el escritor donó todos los derechos sobre las dos obras infantiles al Great Ormon Street Hospital (GOSH), un hospital para niños ubicado en Londres. Desde entonces las regalías recibidas por el hospital han jugado un papel importante en su financiación
El Primer Ministro James Callaghan impulsó un proyecto para que ciertos derechos económicos sobre las obras donadas por J.M. Barrie se extendieran ilimitadamente en el tiempo. Su idea se materializó mediante la inclusión de un artículo en la Ley de Derecho de autor, diseños y patentes de 1988 que contemplaba tal prerrogativa.
La disposición solo aplica en el Reino Unido y le concede al GOSH la potestad de cobrar regalías por las ejecuciones públicas, radiodifusiones, publicaciones comerciales o inclusiones en programas de cable de los trabajos donados o sus adaptaciones. Cabe destacar que la ley no incluye la facultad de autorizar o denegar el uso de las obras.
El caso representa una curiosa excepción a la regla en derecho de autor según la cual todos los derechos patrimoniales tienen un término de protección limitado. En virtud de esta restricción temporal, las creaciones protegidas por el derecho de autor entran en algún momento al dominio público para que puedan ser usadas por cualquier persona, sin autorización o pago alguno.
En busca del equilibrio
La limitación temporal antes descrita es el resultado del balance entre la necesidad de incentivar la creación, remunerar a los autores por el tiempo y esfuerzo invertido en sus trabajos y el imperativo de garantizar el acceso al conocimiento, la cultura y educación.
El término que garantiza tal equilibrio ha sido un punto muy polémico, hoy todavía subsiste el debate. El Convenio de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas, ratificado por 173 países, establece un plazo mínimo: la vida del autor y 50 años, con algunas excepciones para las obras fotográficas y de arte aplicado.
Muchos países han implementado un término mayor en razón a sus contextos socioeconómicos particulares.
México modificó en 2003 la Ley Federal de Derecho de Autor para aumentar el término de protección de 75 a 100 años, el más largo en el mundo. La reforma buscaba proteger el “Catálogo de Oro” de la música mexicana que estaba a punto de pasar al dominio público. Según los promotores del proyecto, esta situación afectaría no solamente a quienes ostentan derechos sobre esas obras, sino a los titulares de las nuevas composiciones, pues en la industria se preferiría explotar las canciones en el dominio público para no pagar regalías, restando apoyo a los nacientes talentos artísticos y creativos.
En contra de este tipo de iniciativas hay argumentos de toda clase. Se señala por ejemplo que los verdaderos beneficiarios son las grandes disqueras o productoras y no los autores, toda vez que aquellas ingresan la mayor parte de las regalías mientras los descendientes de los creadores reciben escasos beneficios. La reforma a la Ley de derecho de autor de 1998 en Estados Unidos, por medio de la cual se aumentó el término de protección ilustra perfectamente esta idea, dado que fue impulsada por Disney para garantizar, entre otras, la protección del célebre y lucrativo Mickey Mouse.
Es innegable el poder de ciertos grupos económicos para la elaboración de las normas en prácticamente todas las materias, incluyendo el derecho de autor. Pero tal situación no puede ser el punto principal entrono al cual giren las discusiones sobre una cuestión tan importante como la determinación de las condiciones que permitan generar y acceder al conocimiento, las artes y la cultura.
Empoderar a los autores, quienes son la piedra angular de este sistema, es el primer paso. No se puede dar un debate sin su participación y la de todos los sectores involucrados; el verdadero obstáculo a superar es el monopolio que las grandes empresas ejercen sobre estas decisiones.
Con el fin de disminuir los plazos actuales también se advierte que los autores ostentan el control de sus trabajos por más tiempo del que son explotados comercialmente[1], entonces, no tendría sentido mantener las obras en el dominio privado cuando ya no se obtienen beneficios económicos de ellas.
Este argumento desconoce que las obras son valoradas o tienen éxito bajo circunstancias cambiantes e imprevisibles. Cuando Picasso pintó Las Señoritas de Avignon en 1907 no había forma de advertir que tendría que esperar hasta que el Museo de Arte de Nueva York comprara el cuadro en 1939, para tener reconocimiento mundial y convertirse en el referente de todo un movimiento: El Cubismo.
La Unión Europea tuvo en cuenta esas situaciones fortuitas cuando amplió el plazo de protección a 70 años[2] con el fin de compensar, entre otros, los efectos de las guerras mundiales que impidieron a muchos autores y sus herederos la comercialización de sus trabajos.
La mayoría de tesis que se plantean en oposición a los términos actuales y abogan por su disminución o abolición, desechan las realidades particulares existentes en cada comunidad y la necesidad de alcanzar un punto de equilibrio que las reconozca. Limitar los derechos de los autores hasta hacerlos prácticamente inexistentes es tan perjudicial como darles un valor absoluto que implique la negación absoluta de las prerrogativas de terceros. El tema tiene tantas aristas que incluso una figura fundamental como el dominio público puede ser restringida sin mayor objeción en casos como el del GOSH, por su justificación generosa y loable.
[1] James Boyle, en “The public domain, Enclosing the commons of the mind” (2008) señala que pasados 28 años desde de su publicación, el 85% de las obras ya no son explotadas comercialmente.
[2] Directiva 2006/116/CE del Parlamento europeo y del Consejo