Por: Jéssica Rodríguez López
Hace años se desarrolló en el Perú una campaña nacional de vacunación. Los coordinadores de este esfuerzo decidieron crear un personaje que ayudara a los pequeños a no tener miedo de los médicos. El personaje era un niño con traje de doctor que respondía al nombre Como tú. Años después, conocí al comunicador que la diseñó y me contó que aplicó una fórmula que había aprendido muy temprano en la universidad: hacer amable lo desagradable. Recuerdo esto a propósito del tema de esta reflexión: problematizar el impacto de los aspectos simbólicos y comerciales del libro en las acciones de fomento de la lectura. Dado que mi experiencia es más como editora que como mediadora, enmarcaré mi análisis en el ámbito de la literatura infantil y juvenil y en dos de sus expresiones más populares: la novela juvenil y el libro álbum de orientación realista. Al primero se le ha acusado de no tener la misma complejidad que la novela de adultos, que no es más que una forma light impulsada por las editoriales para conquistar a los adolescentes, que entretiene y no demanda una lectura crítica como los clásicos. Del segundo, se discute su naturaleza literaria y que sea realmente para niños. Aunque le reconocen su orientación estética, se le reprocha que sea solo para una élite, pues por sus procesos de producción suele ser más caro.
1. El libro, en la era del acceso y la transnacionalización
A finales del siglo XIX, los primeros investigadores de lo que hoy se conoce como psicología de consumo comenzaron a usar la expresión ‘consumo simbólico’ para referirse a la correspondencia entre la identidad del consumidor y el significado de los productos. En la actualidad, para los expertos en mercadeo, la importancia que los consumidores otorgan a los productos radica en la posibilidad de ofrecerles experiencias memorables, que refuercen su imaginario y sus aspiraciones. Así, es práctica habitual de las empresas el estudio de mercado para identificar aquellas «necesidades simbólicas» que deben proyectar en sus productos y servicios.
El libro es un producto cultural, pero también es un bien de consumo que forma parte de un mercado que se expandió y diversificó muchísimo en la modernidad y que, en el siglo XXI, aun con el desarrollo de los medios digitales de información, se sigue percibiendo como un gran símbolo de la cultura letrada. No obstante, al acceder a nuevos soportes y circular de manera global, su vigencia parece condicionada a sus posibilidades de impacto inmediato y a gran escala en la sociedad. Es decir, la producción de libros, incluso los de humanidades, parece depender cada vez más de esas nuevas «necesidades» y condiciones que editores y personas que hacen mercadeo deben saber detectar. De allí que se piense que para publicar en una gran editorial o plataforma el autor debe ser «mediático» y el «contenido» del libro, lo más «global»posible. Esto no deja de ser cierto, pero también lo es que incluso el editor más independiente piensa en el mercado. El libro impreso o digital sigue siendo un medio importante para la gestión de la información y todos los involucrados en su producción y circulación tienen expectativas sobre él que trascienden lo cultural. Ya lo advertía García Canclini: “Es coherente que nos sintamos convocados como consumidores aun cuando se nos interpele como ciudadanos”. (1995: 15).
También ha cambiado la consideración que le damos a la lectura. Hoy se asume que nunca se termina de aprender a leer, que existen varias formas de leer, que no solo se leen libros y que la promoción de la lectura es fundamental, por ejemplo, para formar ciudadanía. Tengo la impresión de que incluso se discute más sobre las formas de leer que sobre aquello que se lee o debe leerse. Nunca como en estos tiempos, por ejemplo, hay tantas clasificaciones de los modos de leer o los propósitos de la lectura: que si existen las «lecturas de entretenimiento» y la «literatura light», que si la «lectura por placer» es mejor que la «lectura por obligación» o si es mejor «mediar la lectura» que «animarla».
2. La novela juvenil, ¿un invento editorial?
En este apartado, trataré de responder hasta qué punto las llamadas «novelas juveniles» de orientación realista que hoy leen masivamente los adolescentes en las escuelas –como parte de sus planes lectores— recrean una realidad ligth, amable, que no los ayudan a desarrollar un pensamiento más crítico.
Como se sabe, el término ‘realismo’, asociado a una tendencia artística, empieza a usarse en Francia en el siglo XIX para distinguirse del enfoque romántico. A diferencia de este, que se centra en el pasado, tiende a la idealización y genera altas dosis de sentimiento, el realismo desarrolla una mirada más objetiva, se interesa por el entorno inmediato y aborda temas en los que los sentimientos pueden estar presentes, pero no son el eje. Y como pasa cuando insurge una nueva tendencia artística, el nombre es al principio despectivo, pero para finales del siglo es plenamente aceptado.
Hacia la primera mitad del siglo XX, en América, la aparición de los movimientos nacionalistas y vanguardistas fuerza su repliegue y fusión con otras tendencias originadas en esta parte del mundo, como el regionalismo. En el caso del Perú, por ejemplo, decantó en realismo urbano, con Vargas Llosa como su máximo exponente. Es entonces que, en EE.UU., bajo el influjo del cine, se produjo un giro hacia lo que se conoció como realismo sucio cuyos hitos en la literatura para jóvenes fueron El guardián del centeno (1951), de J. D. Salinger, y Rumble Fish (1975), de Susan E. Hinton, traducida como La ley de la calle y adaptada al cine por Ford Coppola. Entre ambas propuestas se ubican dos obras en español de gran repercusión local: los relatos de Los inocentes (1961), del peruano Oswaldo Reynoso, y la novela Gazapo (1965), del mexicano Gustavo Sainz. Ambos autores ubicaron a sus protagonistas en entornos adversos, adoptaron sus puntos de vista y se atrevieron a tocar temas hasta entonces tabú en sus tradiciones, lo que los convirtió en los primeros clásicos juveniles de sus países y son la prueba de que se puede explorar con sensibilidad este mundo sin volver trivial la representación. Pero hasta ese momento no se usaba la categoría ‘literatura juvenil’ como un género propiamente.
En 1967 aparece Los intrusos, de S. E. Hinton, que suele tomarse como la primera de este tipo, aunque la denominación que se emplea es ‘novela problemática’ o ‘novela con problemas’. Este tipo de obras se popularizará entre los adolescentes en la década siguiente. Más allá de lo novedosa e interesante que es en sí misma esta derivación de la novela realista, los mediadores adultos la empiezan a promover porque la consideran formativa y no evasiva, y propicia una mirada crítica de la realidad. No obstante, como sabemos, la lectura crítica está en la forma de ver, incluso en la dirección de la mirada. La capacidad de leer críticamente no está en el libro por los asuntos que recrea, sino por las ideas y emociones que provoca en el lector, en la medida en la que lo conmueve. El autor propone una historia, pero el cotejo con la vida lo realiza el lector desde su lugar en el mundo, desde sus experiencias y las historias que ha leído, entre otras cosas. En este sentido, hasta los relatos fantásticos ayudan a formar esta capacidad.
Algunos investigadores apuntan que en la última década los narradores que escriben para jóvenes están más atentos a la forma en que sus lectores leen el mundo. Saben que los adolescentes construyen su personalidad a partir de sus gustos musicales, deportivos, de entretenimiento, etc., que son consumidores de narrativas que circulan por varias plataformas y, por ende, como sostiene Gemma Lluch (2009), “un cliente que tienen en cuenta todos los mediadores involucrados en la animación lectora y los agentes del sistema de comercialización del libro”.
Este hecho ha conferido más libertad a los autores. Hoy, muchos están atentos al día a día y escriben sobre lo que es objeto de discusión en el momento. El autor de literatura juvenil ya no pretende ser el «maestro de la sociedad», como en los inicios del realismo. Más bien, suele adoptar el punto de vista de sus lectores para tocar asuntos que les conciernen especialmente, lo que es tomado por la crítica como una concesión amable que resta densidad a la obra.
Por otro lado, ya los medios de comunicación han puesto al alcance de los adolescentes, de forma muchas veces cruda, problemas o situaciones complejas, como la violencia, la corrupción, el abuso sexual, etc., por lo que puede decirse que ningún tema les es ajeno, y, por lo mismo, ya casi nada puede escandalizarles.
Vista así, la novela juvenil de tendencia realista es uno más de los recursos con los que cuentan los lectores para construir su visión de mundo. No obstante, solo si el libro les conmueve, generará en él o ella nuevas ideas, cuestionamientos o comprensiones. Recordemos este pasaje de la novela Nuestra voz sigue en el viento (2020), del peruano Javier Mariscal Crevoisier:
Ellos dijeron que nos iban a llevar.
Eligieron a los niños y los adolescentes arbitrariamente. Yo era alta y parecía mayor. Supongo que eso fue.
Ahora que lo cuento es como si dijera: me dijeron que haga esto y esto hice. Pero no fue así.
Es, supongo, que prefiero no recordar. Pero llegan como viejos ecos los sonidos del llanto, los gritos de mi madre…
Tras cuatro décadas de los hechos reales aludidos en ella es posible que sus lectores no tengan memoria de ese tiempo y la leen como un relato de suspenso o fantástico, como la historia de una niña que fue secuestrada por un grupo rebelde, un relato mítico andino o como algo no tan lejano a su entorno, pues una novela propicia múltiples lecturas.
Los editores pueden seguir promoviéndola creyendo que brindan una alternativa a los densos libros clásicos y los mediadores pueden incluirla en sus planes de lectura porque la consideran adecuada para enseñar a leer críticamente la realidad, pero lo importante es que los lectores la siguen encontrando interesante.
3. El libro álbum, ¿libro infantil elitista?
Algo similar viene ocurriendo con el álbum realista. El discurso híbrido de estos libros ha permitido a sus autores la construcción de espacios simbólicos que facilitan a los pequeños lectores digerir, con mayor naturalidad, temas difíciles y contenidos de fuerte crítica social. Así, en América Latina, por ejemplo, la multiplicación de editoriales independientes dedicadas a producir estos libros ayuda, hasta cierto punto, a matizar la visión de la región. Muchos problemas son recreados en sus páginas: maltrato infantil, poblaciones indígenas marginadas, mestizaje, corrupción, dictaduras, etc. De hecho, los premios más importantes que han cosechado estos libros los han recibido aquellos que abordan «simbólicamente» la deconstrucción de estereotipos, como La composición, de Antonio Skármeta (Chile), Camino a casa, de Jairo Buitrago (Colombia), y Migrantes, de Issa Watanabe (Perú).
Los álbumes ilustrados poseen una narrativa posmoderna: integran texto e ilustraciones gracias a distintas influencias artísticas y sociales, incluso algunos prescinden de las palabras, como el de Watanabe. Y por su combinación de lenguajes y porque cruzan varios medios, para apreciarlos, se pueden emplear múltiples perspectivas o criterios (históricos, literarios, gráficos, multimediales). Pero cómo opera este sofisticado engranaje a nivel del discurso: matizando la crudeza de sus imágenes con símbolos (el león imaginario que acompaña a la niña que vive en un barrio violento, en el cuento de Buitrago), trabajando poéticamente el lenguaje y usando la ironía, en la medida en que cada lenguaje habla de asuntos en que el otro se mantiene en silencio.
El álbum ilustrado literario es reconocido por sus potencialidades estéticas y circula con mucho éxito fuera de los países de sus autores. Todo ello se debe, en parte, a que ha logrado conectar simbólicamente con sus lectores y mediadores, que encuentran en él representaciones cuestionadoras o diferentes de la realidad desde miradas inteligentes y empáticas, en las que hay espacio para la discrepancia y la imaginación, porque son libros que reivindican no solo el derecho a leer, sino a la belleza. Por ello, su destinatario no es solo el público infantil. Aunque eso quizás sea un falso problema, pues, como pasa con los buenos libros, la literatura infantojuvenil siempre ha contado con un doble receptor: el niño o adolescente lector y el adulto mediador que lo acompaña en el proceso de acercarlos al libro.
1 “Lectura no es solo alfabetización, es visión de mundo. Quien lee, piensa. Y quien piensa, no se calla. Es urgente, por lo tanto, incentivar la lectura, no solo en su dimensión educativa, sino también en su dimensión social y cultural. Sin esta y sus juegos de sentido, el hombre no se convierte en sujeto de su historia”, nos recuerda Eliana Yunes (citada por José Castilho y Rosália Guedes en Estrategia Nacional para el fomento de la lectura y la promoción del libro en Costa Rica, Cerlac, 2022: 13).
2 Una primera versión de esta reflexión sobre la novela juvenil y su relación con el realismo la desarrollé en el artículo “La mirada crítica en la literatura juvenil”, publicada en Barataria. Revista Latinoamericana de Literatura Infantil y Juvenil N.º 19, Norma, abril de 2018: 20-21.
Bibliografía
CASTILHO, José (2020) La lectura como política. Construyendo políticas y planes nacionales del libro y la lectura. Lima: BNP.
GARCÍA CANCLINI, Néstor (1995) Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México: Grijalbo.
LLUCH, Gemma (2009). “Literatura infantil y juvenil y otras narrativas periféricas”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Tomado de: https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcjm2r9
NIKOLAJEVA, Maria y Carole Scott (2001) How Picturebooks work. Oxford: Psychology Press.
Acerca de la autora
Jéssica Rodríguez López
Estudiante del Diplomado en Cultura Escrita y Formación de Lectores en la Universidad Adolfo Ibáñez
Docente, escritora y editora. Magíster en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha dirigido la línea de Literatura Infantil y Juvenil de editoriales como Norma y Panamericana. Ha publicado libros de ficción, antologías literarias y ediciones anotadas de clásicos de su país. Su novela juvenil La zona invisible, escrita junto a Carlos Garayar, mereció el premio Barco de Vapor de la Fundación SM y la Biblioteca Nacional del Perú el 2015. Actualmente, es profesora de la Universidad ESAN y del diplomado en Literatura infantil y juvenil de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Desde julio de 2022, dirige DE LIRIO, sello especializado en literatura ilustrada para grandes y chicos y traducciones.