Este artículo se basa en el libro El futuro es hoy, de Repetto, Diaz Langou, Aulicino, Achaval y Acuña
(Buenos Aires, 2016).
La relevancia de avanzar en las políticas para la primera infancia se centra en la urgencia de garantizar el pleno goce de los derechos de los niños más pequeños, establecido en la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989.
La Convención implicó un cambio radical. Hasta el momento de su sanción, los niños eran considerados como “menores” y objetos de protección y tutela. Este modelo tutelar, o Doctrina de la Situación Irregular, entendía que tanto los niños y los adolescentes infractores de la ley penal como aquellos en situación de riesgo (abandono material o moral o que no recibían los cuidados que corresponden) debían caer bajo la “protección” paternalista del Estado: los “menores” fueron objeto de control y represión o de compasión y beneficencia (Moro, 1997). Por otra parte, los “niños” eran aquellos que contaban con una familia y un nivel de vida aceptable, y su crianza era potestad de sus familias, en el ámbito privado. Si no contaban con estas cualidades, eran “menores”, objetos privados de voz, opinión y hasta libertad, ya que debían ser separados del medio familiar (Zeledón, 2015).
La Convención, en cambio, entiende que todos los niños son sujetos plenos de derechos. Son los adultos quienes tienen la obligación de asegurar el acceso efectivo de los niños a sus derechos. Por adultos se entiende tanto a las familias como a la comunidad y a los Estados. Las familias constituyen el grupo fundamental y medio natural para el desarrollo de los niños y los Estados deben respetar su rol, apoyarlas y fortalecerlas en su tarea. En particular, los Estados constituyen los garantes últimos del cumplimiento de los derechos del niño y deben velar por que todas las medidas tomadas en instituciones públicas o privadas tomen en cuenta el interés superior del niño (art. 3 de la Convención).
La Convención implica no solo un punto de quiebre en términos de la manera en que se entiende a la infancia (como concepto históricamente construido), sino que también redefine la relación entre el Estado y la infancia. Como fue mencionado, el niño pasa de ser un objeto de la intervención paternalista a un sujeto pleno de derechos. Esto no implica únicamente una afirmación declamatoria: supone que el niño (y no solo el niño pobre) se transforme en un sujeto de políticas por lo que es hoy y no en relación a su potencialidad como futuro adulto (López y D´Alessandre, 2015). La infancia, hasta ese momento relegada al ámbito privado de las familias, a la intervención tutelar del Estado o de la caridad, pasa a ocupar el centro de la agenda pública, con un Estado presente en todos los aspectos que involucran la vida de los niños. Así, supone también poner en discusión los límites entre lo privado y lo público.
Como menciona Bustelo (2005), los derechos definidos en la Convención deben entenderse como derechos sociales en el sentido de que su garantía es política, corresponden al ámbito de lo público y son responsabilidad de toda la sociedad. Aún con las críticas que puedan ser hechas sobre la Convención, implica la posibilidad concreta de terminar con la cultura de discrecionalidad de los adultos (padres, funcionarios, poder judicial, sector privado) sobre los niños (Bustelo, 2005).
Uno de los principales desafíos en la adopción de la Convención fue reconocer que también los niños más pequeños, aquellos que transitan su primera infancia, son personas aptas para ejercer la totalidad de los derechos enunciados (Giorgi, 2013), premisa que fue reforzada por la Observación General N°7, Realización de los derechos del niño en la primera infancia, del Comité de los Derechos del Niño (2005). La Observación es el resultado de la preocupación del Comité frente al hecho de que la información brindada por los Estados parte acerca de la primera infancia era escasa y que no se le había prestado suficiente atención (como fase específica y diferenciada) en el diseño de las leyes, políticas y programas (art. 3 de la Observación General N°7). Reconoce que los niños más pequeños son portadores de todos los derechos consagrados en la Convención y que deben considerarse miembros activos de las familias, comunidades y sociedades, con sus inquietudes, intereses, sentimientos y opiniones (Giorgi, 2013). Además, alienta a los Estados parte a “elaborar un programa positivo en relación con los derechos en la primera infancia (…) Los niños pequeños tienen necesidades específicas de cuidados físicos, atención emocional y orientación cuidadosa, así como tiempo y espacio para el juego, la exploración y el aprendizaje sociales” (art. 5).
Existe otro conjunto de argumentos que permiten establecer la importancia de la primera infancia y la necesidad de avanzar en una agenda de políticas públicas que la ubique en el centro de sus prioridades. Estos argumentos, que pueden resultar muy útiles a la hora de incidir en la agenda de políticas públicas, deben ser entendidos, sin embargo, como argumentos subsidiarios al ya analizado enfoque de derechos. Esto es así porque parten de una mirada adultocéntrica, que contribuye a sostener un orden social que jerarquiza los vínculos entre generaciones. Se valoriza a los niños, especialmente a aquellos en su primera infancia, instrumentalmente por su rol de futuros adultos productivos. El potencial transformador de la Convención radica en gran parte en que interpela no solo el modelo tutelar existente hasta ese momento, sino, justamente, esta mirada adultocéntrica y las políticas que genera (López y D´Alessandre, 2015).
1 Las neurociencias y la importancia del desarrollo cerebral en los primeros años
Múltiples investigaciones provenientes de las neurociencias permitieron establecer la importancia de los primeros años de vida (y la etapa prenatal) para el desarrollo cerebral: es en esta etapa cuando se forma el 40% de las habilidades mentales de las personas adultas (Araújo y López-Boo, 2010).
La estimulación temprana contribuye a generar más conexiones neuronales y un mayor desarrollo de las funciones cognitivas de los niños (Heckman, 2006). Los niños necesitan de un entorno estimulante, que implica cuidado, estimulación y nutrición de calidad, así como ambientes libres de estrés y toxinas ambientales. Los estudios realizados (tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo) muestran que los niños que crecen en un medio ambiente físico y humano empobrecido tienen mayores posibilidades de obtener resultados negativos durante la adolescencia y la edad adulta: menor desarrollo cognitivo y desempeño académico más bajos, comportamiento antisocial, menores salarios, problemas de salud mental y enfermedades crónicas como diabetes e hipertensión (Baker-Henningham y López-Boo, 2013; Grantham-McGregor, 2009; Barker, 1999). Todas estas cuestiones contribuyen, además, a perpetuar el ciclo intergeneracional de la pobreza.
Gráfico 1. El desarrollo cerebral humano a través de los años
Evidencia de la experiencia internacional muestra la importancia para el desarrollo futuro de una persona de contar con estímulos adecuados durante los primeros años de vida.
2 Invertir en primera infancia: la mejor decisión que un país puede tomar
El argumento de la inversión parte de constatar tanto los retornos de invertir en primera infancia como los costos de no hacerlo: algunas estimaciones muestran que el costo mundial que acarrea la falta de inversiones adecuadas en la primera infancia se encuentra en torno a un billón de dólares por año (Barnett, 2009).
Por su parte, Heckman estimó que por cada dólar invertido en políticas de desarrollo infantil temprano de calidad existe un retorno de hasta US$ 17 (UNICEF y Presidencia de Uruguay, 2010). El hecho que las intervenciones sean de calidad constituye un factor clave y su ausencia puede llevar incluso a resultados negativos (Barnett, 2009; Schady, 2015). Esping-Andersen (2015) advierte que los Estados de bienestar tal vez necesiten sistemas contables distintos a los usados actualmente, ya que estos no reflejan la inversión social de muchas de sus políticas, con efectos que suelen ser indirectos o solo estimables más adelante. Sus estimaciones utilizando un sistema contable dinámico para analizar los costos y retornos de proveer servicios de cuidado y educación para la primera infancia muestran que una madre que no interrumpe su trabajo al finalizar su licencia por maternidad puede terminar devolviendo, incluso con intereses, los costos vía impuestos [1].
Gráfico 2. Tasa de retorno de la inversión en capital humano
La actual economía del conocimiento requiere una formación cada vez más alta, diversificada y de reaprendizajes constantes, para asegurar un buen empleo con un buen salario (Esping-Andersen, 2004). Alcanzar estos niveles de formación supone contar con una determinada base cognitiva, por lo que existe un potencial riesgo de ampliación de la brecha entre los ganadores y perdedores del orden capitalista postindustrial: cada vez es más probable que un desarrollo cognitivo bajo (tan afectado, como se vio, por los estímulos recibidos en los primeros años de vida) genere un círculo vicioso de precariedad, bajos salarios y alto riesgo de desempleo (Esping-Andersen, 2004). Para romper con este ciclo, es necesario invertir en los primeros años de vida: las investigaciones muestran que los programas de formación y capacitación que se llevan adelante en la vida adulta tiene una baja efectividad entre aquellos que tuvieron un mal comienzo de vida (Heckman, 1999 en Esping-Andersen, 2004).
Así, invertir en primera infancia se presenta como la mejor decisión que un país puede tomar, ya que permite alcanzar al mismo tiempo objetivos de equidad y de eficiencia (Heckman, 2006). Dicho lo anterior, es clave resaltar que este argumento introduce la razón utilitaria por sobre la de los derechos (Bustelo, 2005).
[1] Su ejemplo utiliza otros supuestos creíbles, por ejemplo, que se trata de una madre de 30-35 años, que gana dos tercios del salario promedio y con dos hijos que asisten a jardín maternal por 2 años y jardín de infantes por 3 años.