Las estadísticas de los últimos 100 años en Chile muestran que nunca antes nuestro país fue tan lector como ahora. Los niveles de escolaridad, el número de editoriales, el número y cobertura de bibliotecas públicas y escolares, los niveles de conectividad en todo el país, así lo demuestran. Sin embargo, pese a estos auspiciosos datos, arrastramos una enorme población con escolaridad incompleta y con niveles de analfabetismo alarmantes, que no guardan relación con el país desarrollado que aspiramos ser.
La Unesco define a una persona analfabeta como alguien que no es capaz de leer y escribir un texto breve y sencillo sobre su vida cotidiana. Una persona que solo puede leer, pero no escribir, o puede escribir, pero no leer, se considera analfabeta. Una persona que solo puede escribir figuras, su nombre o una frase memorizada, tampoco se considera alfabetizada.
Según índices internacionales, Chile tendría un nivel de alfabetismo superior al 97%, es decir, existe un 3% (500 mil personas aproximadamente) que, bajo la definición de la Unesco, son analfabetas. Esta cifra puede no ser tan inquietante porque, según una medición hecha por la Central Connecticut State University, que consideró 60 países, Chile sería el más alfabetizado de la región y el número 37 del mundo. Pero hay otras cifras que sí deberían inquietarnos.
De acuerdo con la encuesta Casen 2015, un 7% de la población del país mayor de 15 años (casi un millón de personas) no ha completado 4° básico. Se puede inferir que esa enorme población no maneja las competencias de lenguaje necesarias para desenvolverse en un mundo de conocimientos complejos como el actual.
La misma Casen, registra que más de 2,7 millones de chilenos, mayores de 15 años, no estudian ni tienen 8° básico completo; lo que representa casi un 20% de la población en ese tramo etario. Mayor es el número de quienes tienen escolaridad incompleta, es decir, que no han completado al menos 4° medio: más de cinco millones de personas, casi un tercio de la población.
Las cifras son más dramáticas todavía cuando nos adentramos en las realidades regionales y comunales. Siete regiones de Chile tienen más de un 40% de población con escolaridad incompleta (O’Higgins, Maule, Biobío, Araucanía, Los Ríos, Los Lagos y Aysén). Seis comunas tienen más del 70% de su población con escolaridad incompleta (Camarones, Camiña, Pumanque, Paredones, Quemchi, San Juan de la Costa). Y en 148 comunas del país, el 50% o más de sus habitantes mayores de 15 años no están estudiando ni tienen educación completa. Algo muy distinto a lo que sucede en comunas ricas de la Región Metropolitana, donde las cifras son significativamente menores. En Vitacura solo el 8% no ha completado sus estudios ni está estudiando; en Las Condes, el 7%; y en Providencia apenas el 4%.
Eso no es todo. Según el “Segundo Estudio de Competencias Básicas de la Población Adulta 2013 y Comparación Chile 1998-2013” del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, un 44% de la población adulta es analfabeta funcional en textos, un 42% en documentos y un 51% en el área cuantitativa.
Cuando surgieron los planes de alfabetización en Chile, a mediados del siglo XX, tenían el objetivo de consolidar un derecho social. La educación debía permitir al país desarrollarse más y, al mismo tiempo, al trabajador defender mejor sus derechos. En el Mensaje al Congreso del año 1939, Pedro Aguirre Cerda señaló: “Todo plan productor debe ir acompañado de una educación que sirva al hombre y a la mujer en una preparación que infrinja en todas las clases sociales un sentido de capacidad y de comprensión de que el país tiene fuerzas sobresalientes que bien conocidas y aprovechadas darán margen sobrado para una economía nacional sana, y que dé beneficio para todas las actividades”.
En Chile, desde el año 2003, es obligatorio (y por lo tanto un derecho garantizado), terminar la educación secundaria completa hasta 4° año de Educación Media. No obstante, pasados 15 años desde esa fecha, más de cinco millones de personas aún no han podido completar ese nivel de escolaridad. Más dramático todavía resulta el hecho de que, desde el año 1965, es también obligatorio terminar la educación primaria, 8° año de Educación Básica y, pese a ello, 52 años después de implementada esa política, existen 2,7 millones de personas que no terminaron su educación básica.
¿Qué implicancias tienen estos datos para la lectura hoy en Chile? ¿Cuál es la transformación que requerimos para ser un país desarrollado? ¿Cuál es el nivel de productividad al que aspiramos? ¿Cuál es el nivel de participación que queremos de la ciudadanía? ¿Cuál es, en verdad, el país que soñamos?
Hoy el Ministerio de Educación cuenta con el programa de “Educación de Personas Jóvenes y Adultas”, que lleva a cabo el Plan Nacional de Alfabetización “Contigo Aprendo”, con el objetivo de que “las personas aprendan a leer y escribir, desarrollen su pensamiento matemático y alcancen aprendizajes que les permitan certificar 4° año básico”. Adicionalmente se han desarrollado Planes de Lectura que han merecido el reconocimiento de otros países latinoamericanos; y se ha impulsado una Política Nacional de la Lectura y el Libro con una importante participación de diferentes agentes del Estado y la sociedad civil.
Sin embargo, muchos de los esfuerzos que hacemos, como país, para dar acceso a la lectura se enfrentan a una realidad que los sobrepasa: la pobreza, la desigualdad, el analfabetismo y el abismante número de personas con escolaridad incompleta.
La alfabetización y la lectura no se ejercen en el vacío, tenemos que generar las condiciones para una sociedad lectora. El fomento lector debe tener una fuerte orientación hacia la formación de capacidades, que permitan a las personas dominar la comprensión y producción de textos, con el objetivo de apoyarlas para que puedan terminar su escolaridad.
Parece que no dimensionamos la importancia y las implicancias del problema. Salir del analfabetismo, en cualquiera de sus sentidos o categorías, es un problema de Estado. Cuando rangos tan altos de la población no cuentan con su escolaridad completa, es más difícil pensar el desarrollo de un país, desde cualquier perspectiva que quiera verse. Y pienso que la lectura, en un sentido amplio, es una de las vías para enfrentarlo.
Hablamos de un fomento lector que trabaje en conjunto con los proyectos de escolaridad, en conjunto con quienes por distintos motivos han abandonado el sistema formal de educación, para que puedan comprender textos de diversa índole, textos que tengan sentido en su entorno y en su realidad cotidiana.
Debe ser un rol que no solo radique en el ámbito de la educación o cultura, debe ser transversal a todos los programas de desarrollo social, del trabajo, de la economía y también del ámbito de la salud; debe involucrar activamente a las empresas y al mayor número de organizaciones sociales y territoriales. Esta debe ser una Política de Estado, así con mayúsculas.
Cuando lees eres más dueño de tu vida, puedes mejorar la calidad de tu trabajo y, estadísticamente, te permite acceder a un mejor salario. Leer y entender lo que lees te permite a ti y a tu familia tener una mejor salud. Tener una escolaridad completa te da más herramientas para comprender tu entorno, defender mejor tus derechos y pensar en un mejor país para tu comunidad.
Pensar en un país distinto requiere personas capaces de entender y reflexionar sobre su entorno, que puedan decodificar símbolos, comprender contextos, estructurar propuestas. Superar las actuales falencias en la alfabetización es también mejorar la salud, la educación, el trabajo, la democracia.
Probablemente no exista una solución rápida para lograr las capacidades de lectura y escritura que nuestra sociedad necesita, pero para las políticas públicas perdurables no existen atajos. Debiésemos, como meta, tener un plan estratégico de alfabetización de carácter transversal con la mayor cantidad de agentes del Estado involucrados y con la plena participación de la sociedad civil, con metas a mediano y largo plazo. Este desafío será de largo aliento y para alcanzarlo debemos redoblar nuestros esfuerzos desde hoy.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Santiago, el 26 de enero del 2018.