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Ecosistemas de lectura en la primera infancia

Autor
Felipe Munita
Fecha
13 febrero, 2019

En diversas ocasiones me ha sucedido que algunos padres, sorprendidos por los avances en el aprendizaje del código escrito por parte de su hijo o hija, me preguntan: ¿cómo es posible que haya aprendido a leer si nadie le ha enseñado? La situación suele tener siempre las mismas características: un niño o niña en edad preescolar, habitualmente de unos 5 o 6 años, que hace poco ha comenzado a descifrar las letras de sus cuentos favoritos sin que hasta ese momento haya habido una enseñanza directa del código escrito por parte de la escuela o del hogar. Y los padres, atónitos ante ese descubrimiento, no acaban de entender lo sucedido.

Sin embargo, basta con preguntarles por las prácticas cotidianas de lectura realizadas en el ámbito familiar para que despunten las bases de comprensión de la situación descrita. Una y otra vez, la respuesta a esa pregunta comparte las mismas características: son niños cuyos padres y cuidadores han construido todo un ecosistema de vinculación con la cultura escrita. Desde muy pequeños pusieron libros a su disposición, para «leerlos» (por no decir morderlos, babearlos, rasgarlos…) en las situaciones cotidianas más disímiles (la comida, el baño…). Han mantenido de manera ininterrumpida, durante los primeros años de vida del niño, prácticas de lectura compartida de cuentos con sus hijos. A menudo acompañan esas prácticas con la creación de relatos orales contados a la hora de ir a dormir y que, a la manera de Scherezade en Las mil y una noches, son historias interminables y concatenadas, que avanzan cada día un poco, conformando así una primera experiencia de inmersión ficcional del niño en obras extensas. También las acompañan con espacios para «jugar a leer» y «jugar a escribir», en los cuales es el propio niño el que adopta la posición de productor de la cultura, «leyendo» cuentos para sus padres o «escribiendo» las historias que quiere contarles. Igualmente, son familias que participan de forma habitual en los circuitos de mediación y circulación del libro y la lectura, pues son asiduos visitantes de bibliotecas, librerías, así como de actividades como cuentacuentos o recitales poético-musicales, entre otras.

Vista la amplitud de ese ecosistema de prácticas lectoras y escritoras, tal vez la pregunta que debiéramos plantearnos sea otra: ¿qué hay de extraño en el intento progresivo del niño por otorgar sentido a esos símbolos inicialmente incomprensibles que reaparecen, aquí y allá, en sus espacios de socialización más queridos y atesorados? Al fin y al cabo, todo ese conjunto de relatos de infancia, nacidos en el seno de espacios caracterizados por el cuidado y el afecto que le brindan los adultos, tienen para él o ella una connotación muy positiva. Por un lado, son momentos de encuentro con sus cuidadores, en los cuales la atención del adulto está volcada totalmente (o así al menos lo parece) en la interacción con el niño. Por otro, son momentos en los que el adulto entra de manera muy natural al «como si» que caracteriza el juego infantil, reemplazando por un instante el lenguaje cotidiano de lo fáctico («vamos donde la abuela», «cómete la comida») por un lenguaje asociado a lo imaginario, que se abre ante nosotros con aquella vieja llave que conforma el «Había una vez…».  Digámoslo ahora desde la perspectiva del niño: son momentos en los que el adulto está conmigo y en los que, además, acepta el juego como forma central de ese estar con. Luego, resulta lógico emprender un camino para intentar comprender esos extraños signos que tantas y tan profundas bondades me reportan.   

Por supuesto, las consecuencias de la creación de aquellos ecosistemas de relación del niño con su mundo cercano a través del juego ficcional van mucho más allá del aprendizaje del código escrito, ejemplo que, si bien nos ayudó a abrir estas palabras, no agota en sí mismo los beneficios de la exposición temprana y lúdica con la palabra poética (y decimos poética para referirnos a aquellas formas de lenguaje que se aventuran más allá de las fronteras de lo fáctico). Para ello un botón de muestra: sabemos que la familiarización temprana con la cultura escrita, particularmente con formas literarias como cuentos, rimas u otros textos similares, incide positivamente en un ámbito central de la construcción de la identidad personal y social como es el desarrollo de competencias emocionales. Para decirlo claramente: ese ecosistema es un potente instrumento a la hora de favorecer la capacidad de una persona para reconocer y expresar sus emociones, regularlas en formas socialmente adecuadas y decodificar estos procesos en sí mismo y en los otros.   

Vuelvo entonces a la idea del juego. Y vuelvo gracias a una de esas curiosidades del azar: al momento de escribir estas líneas, llega a mis manos un bello texto de la especialista Carolina Lesa Brown, en el que la autora dice: «el juego está presente en los primeros meses de vida; sin embargo, si tiene un momento estelar es cuando se une con el lenguaje. El diálogo entre uno y otro alimentará diversas formas del simbolismo».

En efecto, esa posibilidad que nos ofrece la palabra, y en particular la palabra poética como forma de simbolización de nuestra experiencia en el mundo, hace del juego algo muy serio. Esto nos lleva a pensar que cuando nos predisponemos a leer un cuento, recitar un poema o contar un relato de tradición oral a un niño que surca sus primeros años de vida, estamos hablando de un gesto que deviene central en la relación que ese niño está construyendo consigo mismo, con los otros y con el mundo.

Hablamos, por tanto, de un gesto que necesita un proceso de toma de conciencia por parte de muchos adultos que, por ejemplo, dicen «no tener tiempo» para contar historias a sus hijos o jugar con ellos a unir unas palabras con otras por el mero placer de escuchar la música que surge de una rima. La importancia capital de ese gesto poético en la primera infancia requiere una vuelta de tuerca: dejar de esperar a «tener» ese tiempo y poner nuestras energías en la necesidad de construirlo. Y ese giro constituye, tal vez, la primera y principal característica de la mediación lectora en los primeros años de vida.